por Javier Márquez
No soy anabautista desde mi nacimiento, más bien, me encontré con esta extraña manera de comprender la fe en el Señor y de vivir la iglesia, en el lugar menos pensado. Puedo decir extraña, porque soy latino, y tristemente la experiencia cristiana no católica en esta parte del mundo suele distanciarse mucho de los valores de la tierra, de la comunidad y del prójimo.
Fue en una pequeña iglesia que se sostenía en la esquina de una de las cuadras más humildes del barrio donde crecí, y sin saberlo, en este lugar cotidiano y físicamente poco destacable, se anidaba una pequeña comunidad en donde realizaban servicios durante los viernes en horas de la tarde y no en los domingos -extraño-, sin embargo, a diario cumplían un servicio comunitario a través de un comedor donde llegaban a comer los niños más pobres de la comunidad.
En realidad, en primera instancia, fue este espacio el que me atrajo y no la iglesia que lo fundaba. Al conocerlo, supe desde el primer momento que también era una iglesia, aunque no me causó mucha curiosidad. Siendo un joven acostumbrado a los grandes movimientos de personas, a las innumerables congregaciones y a la grandilocuencia de estos espectáculos en el movimiento pentecostal latinoaméricano, una iglesia de salón, no era algo muy interesante para mí. Sin embargo, esta obra social que realizaba la iglesia fue cambiando algo en mi corazón a un ritmo lento pero definitivo. Sumado a esto, comencé a crear amistades con personas de la iglesia y del comedor.
Con los años, una especie de nostalgia vino a invadir mi corazón, una nostalgia que hoy entiendo como la voz de una fe muy animosa y viva pero que no se veía realmente alojada en el movimiento de los grandes shows y los pastores famosos. Por lo que nacía dentro mío una sensación de no estar en el lugar correcto.
Entonces, sin darme realmente cuenta en qué momento paso, comencé a asistir a esa pequeña congregación y estando con ellos descubrí que en los servicios no eran más que algunas de las familias de los niños que asistían día a día al comedor y que no hacían mucho más de lo que ya hacían durante el día cuando servían un plato de comida a los niños. Puede que suene irónico, pero esa sencillez tan contundente fue la que me convenció, porque allí no me encontré con un gran discurso ni mucho menos con una doctrina reveladora, aunque eso sucedería después, únicamente me encontré con la transparencia que tanto venía buscando.
Si debo responder a la pregunta ¿Qué representa para mí el anabautismo?, puedo decir que desde entonces he tenido el inmenso privilegio de compartir con muchos anabautistas, no solo las personas humildes de esta pequeña iglesia, que a la par siempre fueron vecinos míos, sino que con los años fui conociendo una gran cantidad de personas espectaculares, hombres y mujeres de todos los rincones del mundo, pastores, académicos, misioneros, campesinos, hombres y mujeres de negocios, artistas, escritores, poetas, activistas, y hasta políticos. He compartido con ellos en alguna congregación o tomando un café, e incluso he podido entrevistar a líderes de la iglesia para el programa Un Momento de Anabautismo.
Sumado a estas gratas experiencias, me he interesado en estudiar las bases de la fe anabautista, eso quiere decir, que he querido echar un poco de lupa en los libros antiguos de este “misterio”, me he interesado por la historia y las comunidades en Latinoamérica. También he conocido de cerca a las comunidades anabautistas migrantes en los Estados Unidos y a las iglesias históricas en este país. Por eso podría decir que tengo un concepto más o menos nutrido sobre el anabautismo en América.
Pero a pesar de todo esto, prefiero tomar un camino más sencillo para responder la pregunta. Y esto porque siento que la fe anabautista se ha sumergido tanto en mi corazón, que lo más apropiado es darle la vigencia apropiada en mi ser, cuyo camino debe ser el de adoptar realmente una voz espiritual, y por consiguiente más íntima.
Olvidaba decir que mis primeros pasos en la iglesia me llevaron a convertirme en objetor de conciencia y negarme a ir al servicio militar, siendo yo de un país en guerra; pero el olvido me cae de maravillas, porque creo que, si tomo algo de este episodio, puedo comenzar ahora sí a abordar mi más sincera respuesta.
Pienso -en ocasiones, deseo sobre todo- que el anabautismo significa poder encontrarnos con nosotros mismos a la par de que Dios viene a nuestro encuentro. Básicamente, la historia fundacional de nuestra fe se basa en que Dios vino a nuestro encuentro hace 2000 años y esto tiene mucho que decirnos y que significar.
Y al dar la bienvenida a este encuentro, es claro que nuestra fe se convierte en un diálogo entre todo lo que nos hace lo que somos: nuestra familia, nuestra educación, el lugar del mundo donde nacimos, el momento de la historia en que vivimos, la sociedad en la que hacemos parte… y el Reino de Dios.
Soy un gran admirador de la historia de las primeras comunidades anabautistas: Que buena historia son ellos en el sentido de los desafíos que vivieron, las decisiones que tomaron, la valentía que asumieron y la fe que los inspiró. Curiosamente, esas comunidades del pasado vivieron profunda y radicalmente conscientes de su presente.
Este año conmemoramos 500 años desde su época. Esto significa muchas cosas, pero en lo que respecta a mi espiritualidad, antes de meterme en crucigramas teológicos y revelaciones políticas que se pueden hallar en la reflexión de sus creencias y sus primeras comunidades eclesiales, deseo conmemorar lo que yo observo como: el diálogo que tuvieron entre ellos como comunidades y Dios, porque eso las transformó, y transformó la historia de la iglesia cristiana y mucho tiempo después, también me transformo a mí.

Javier Márquez
Javier Márquez es Asociado de Comunicaciones y Participación Comunitaria para Colombia. Es un pacifista y poeta colombiano anabautista. Reside en Bogotá, Colombia.
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