Hace unos meses me encontraba en Allentown viviendo en el tercer piso de la casa de Danilo y Mary Sánchez con sus dos niñas Emilia y Evie. Eran días complicados. Tengo ese recuerdo de oír activarse la alarma de la mañana, abrir mis ojos, sentirme en una habitación muy cómoda, dotado de un espacio exclusivo, y sin embargo observar por la ventana y encontrar las montañas llenas de árboles sin hojas, una tenue sombra de mi estado de ánimo.
Luchaba por mantener mis ánimos flotando
El tiempo que compartía con la familia Sánchez, que era sobre todo en la cena, no obstante, fue más que nada un refresco de todos los días. Sentí su amor, una especie de bondadosa amistad que me regalaron sin muchas exigencias ni ningún tipo de prejuicio. Durante esos días transcurrieron los primeros meses de la pandemia. Yo era un voluntario de MCC que simplemente observaba con frustración cómo muchos de sus planes se iban deshaciendo poco a poco. Muchos de mis viajes se cancelaron, algunos proyectos de trabajo quedaron a medio realizarse, tuve coraje y resignación, el optimismo lentamente fue cruzando a la orilla del pesimismo. Pero luchaba por mantener mis ánimos flotando. Pasaron cosas muy tristes, como no poder decir adiós a mis compañeros de servicio, amigos y amigas de otros países que vivían la misma situación, quienes a la primera oportunidad tomaron un vuelo de retorno a sus países en Asia y África. Amigos que quizá no veré nunca más.
Traté de escribir, de leer, de hacer ejercicio, de bailar.
Monté mucho en bici, caminé mucho por los parques naturales, por el río. En ese silencio mundial, que será una manera de describir a futuro cómo se vivía en tiempos de Covid-19: silencio, junto al miedo, junto a la incertidumbre, junto a la ansiedad, pero sobre todo, silencio en las calles vacías, en los centros donde siempre hubo personas haciendo vida, silencio en los cafés y silencio en los parques; conocí por vez primera la primavera. Un sueño. Lo admito, el invierno y yo no nos agradamos mucho, lo explico de una forma sencilla: conocí la nieve, me pareció una dama bellísima, pero lo mío son las señoritas caribeñas.
En casa de Danilo y Mary, en mis paseos por el vecindario y el arroyo, fui viendo lentamente cómo los árboles comenzaron a botar esas semillitas de polen verde, luego cómo fueron naciéndoles flores rosadas, moradas y azules, cómo después, éstas caían y en su lugar se iban formando a un paso acelerado las hojitas verdes que a su vez iban anunciando el verano. Poco a poco el día era más largo, no salir un solo día a pasear para documentar los cambios, hacía que me perdiera toda una etapa de la naturaleza, en ese cambio armónico pero frenético, como fue en nuestro caso, perdernos todo un año del crecimiento de un hijo.
Cociné para ellos varios desayunos colombianos
Esos días, a pesar del vacío que mi alcoba agudizaba venían con frecuencia los recuerdos de tiempos dulces. Por las cenas con la familia, los juegos y las tardes de películas con las niñas, el parque, y la primavera. Cociné para ellos varios desayunos colombianos de huevos con cebolla, tomate y arepas con queso, un día incluso prepare empanadas. Además fueron días donde busqué la guía de Dios. ¿Qué vendría en el futuro? ¿Volver a un país quebrado, doblemente quebrado por el Covid, con casi sin ninguna certeza?
Yo miraba al techo, me sentaba en la cama, en el sofá, luego en el escritorio, más tarde, tipo 8:00 pm, cuando empezaba apenas a anochecer, abría la ventana y me sentaba sobre el marco con las piernas hacia la calle, observando el atardecer y escuchando música. Fueron días lentos, que por esta misma razón, quizás, los viví segundo a segundo, masticando cómo mi tiempo de IVEPer se iba cayendo entre mis dedos sin que pudiera hacer mucho. Los pasé con la misma sensación de tiempo que percibimos cuando nadamos bajo el agua reteniendo la respiración.
Salí de Pensilvania en silencio
Luego llegaría el momento de abordar mi avión de vuelta a Colombia. Salí de Pensilvania en silencio. Para entrar al avión, debía cruzar una puerta con un letrero que decía “people do not take trips, trips take people”.
Entonces volví. Ya en Bogotá, en una sola semana tenía tres noticias nacionales: la masacre en tres lugares distintos de personas constructoras de paz. En dos de ellas, grupos de jóvenes. Cuando mis amigos me escribieron luego de mi llegada solían preguntarme “¿Por qué volviste?”. Pasaba los días en un cuarto que una iglesia Menonita dispuso para mi cuarentena. Sólo, encerrado, meditaba en esa pregunta habitada por la frustración y el miedo. También miraba hacia atrás lo que había sido mi tiempo de servicio. Pero sucedía en mi interior algo extraño: me sentía poderoso, con mucho ánimo, con fe, como un caldero en ebullición.
Desde muy joven fui enseñado a envolver mi vida en el servicio a otros y a causas más nobles que la física satisfacción de mis necesidades propias. Cuando objeté consciencia, por ejemplo, lo hice porque comprendí en esta acción una manera de aportar a la paz de mi país. No lo hice para sencillamente no ir a la guerra, no lo hice únicamente porque considerara que el llamado de Jesús es el de no participar en la guerra, de hecho, lo hice de cierta manera en contra/sentido de esa misma idea, porque consideraba y considero, que de forma contraria, Jesús nos llama así a participar de la guerra, pero no del lado de quienes la pelean, sino del lado de quienes luchan por la reconciliación. Del lado de los que claman en el desierto “el Reino de Dios está cerca”.
Soy defensor de derechos humanos y activista por la paz
Sencillamente, mi actitud no me ha permitido nunca huir. En mi país soy defensor de derechos humanos y activista por la paz, estoy convencido de que el propósito de Dios es la paz y me gusta mucho, inmensamente, desenmascarar aquellos que en nombre del mismo Dios levantan las banderas del rencor, que no son pocos, muchos trabajan no en un escritorio, sino desde un pulpito.
Por todo esto, cuando escuché a muchos de mis compañeros, jóvenes como yo, decir que no debí volver, rendidos, desesperanzados por vivir en un país donde parece delito ser joven. Por ejemplo, una muchachada que no ve porvenir en su tierra, la tristeza hizo brotar de mí un deseo mayor de ser alguien que ayude a cambiar esto. Yo escribí en unas páginas blancas durante mis primeros días de vuelta en Colombia:
“Esta mañana me siento vacío, ha sido una madrugada helada y mis cobijas son pequeñas. Sobre mi cabeza escucho la algarabía de un nido de palomas. Sus pequeñas pesuñas rasgan de madrugada y de noche las tejas de la alcoba ¿Por qué no se irán a dormir donde el vecino? Me levanto temprano, preparo el café malo para salvar el bueno cuando haya con quien conversarlo. Puedo pasar tiempo largo observando por la ventana. Quiero pensar que hay oportunidad para los que hemos nacido bajo este sol, es triste escuchar a mis hermanos decir que no hay futuro, pero al final, también comparto esta frustración, llevo dos semanas y ya van tres masacres, aparte de todo lo que pasa en este país…”.
En Allentown, unos meses atrás, mi jefe Steve Kriss me había llamado un día a las 9:00am para conversar sobre algo que me tomó por sorpresa, era la idea de quedarme con la conferencia Mosaico un año más. En la conversación yo estaba emocionado y acepté de inmediato. Lo curioso es que esa misma tarde recibí otra llamada, pero esta vez de parte de un amigo mío, Nathan Howards, alguien que ha compartido mucho con los menonitas de Latinoamérica; me llamó para una conversación similar pero por otros ríos. Estaba explorando la posibilidad de contar conmigo para ser parte de su equipo de la fundación Wájaro. Una fundación que acompaña a comunidades indígenas Wayuu y Misak en Colombia, con proyectos de alfabetización, de desarrollo económico, en general de ayuda para mejorar la situación de esas comunidades. Una labor muy en línea con la comprensión cristiana de la palabra Shalom.
Fue curioso. Incluso impresionante. Así había sido, en el mismo día dos ofertas diferentes. Parecía que se ponían de acuerdo Steve y Nathan. A pesar de que ya había aceptado la propuesta de Mosaico, en mi corazón algo no cuadraba. Yo meditaba en esto durante muchas tardes colgado de la ventana de mi cuarto mirando hacia la calle. Al final, por razones de la visa, el propósito de prolongar mi tiempo en los Estados Unidos no fue posible. Hoy estoy acompañando brevemente a Wájaro, viajé con ellos hace unas semanas a la Guajira para conocer a los Wayuu y colaboro en otras cosas. La idea es pronto trabajar más intensamente con ellos.
Perdí familiares y también me dio el Covid
Hoy, además tengo la oportunidad de estar en contacto con ustedes escribiendo desde Colombia para Mosaico y para MenoTicias. Les comparto todo esto porque sucedió en tiempos de pandemia. Muchos cambios. También perdí familiares por la enfermedad, también, me dio el Covid a mí y también me he acostado con miedo de que otras personas cercanas mueran de un momento a otro. Muchos de mis planes del mismo modo se han visto interrumpidos, paso por episodios de ansiedad e incertidumbre. Para muchos, se nos ha salido todo esto de las manos, a una amiga de un cariño muy cercano, por poner un caso, la han internado en psiquiatría hace menos de dos semanas, ella tiene apenas 26.
Dios sigue mostrando el camino
Pero Dios tiene su manera extraña, en ocasiones dramática, de acompañarnos y de ir conduciendo las cosas. De guiar su voluntad en nuestras vidas. Todos tenemos una historia, de hecho, podría asegurar que tenemos varias, que son memorias de que en la pandemia también hubo morbilidad pero en este caso de solidaridad, de amor, de compañerismo y de esperanza. Dios sigue mostrando el camino.
Esquirla: Fue una bonita sorpresa saber que Mary había cocinado un desayuno colombiano para Danilo, Emilia y Evie este pasado primero de enero. Que esas arepas les traiga toda la suerte necesaria para el nuevo año…
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